En helicóptero, surcando los picos más australes del mundo

Diario La Nación.

05/08/2013

USHUAIA.-Hay un momento en la vida en que hay que cerrar los ojos, agachar la cabeza y dejarse llevar. Y en el que ayudaría tener un Dios al cual rezarle, o algún ser superior al que pueda encomendarle mi alma. Ese momento lo viví hace muy poco, cuando me subí por primera vez a un helicóptero para recorrer por aire los imponentes paisajes del fin del mundo. 

Como buena virginiana, nunca me sentí segura si no tengo los pies sobre la tierra. Viajar en avión lo tolero sólo porque confío en que el sacrificio aéreo vale la pena. Con el agua no tengo mayores problemas, aunque tampoco me encanta cruzar en barco océanos y mares. Pero los helicópteros siempre me generaron mucha desconfianza. Los veía como maquetas, como avioncitos de papel que podían venirse abajo en cualquier momento, con tan sólo un soplido. 

De pronto, el aire gélido de la media mañana se cortó con las enormes aspas que giraban sin parar. Fue un aterrizaje limpio, perfecto. No se levantó polvo como suele verse en las películas de acción. No había, no podía haberlo. Estábamos en medio de un valle nevado, en una pista de hielo, esperando nuestro momento más especial del viaje: sobrevolar y descender en alguna de las enormes cumbres blancas que nos rodeaban. 

"Relajate y disfrutá", eran las recomendaciones de mis compañeros de viaje cuando les confesé mis miedos disfrazados de dudas. "¿Pero están dadas las condiciones para volar?", preguntaba, casi suplicando que la respuesta fuera negativa. Empezaba a notar que el viento, el gran enemigo de los viajes en helicóptero, comenzaba a aumentar sin remedio, y cada brisa fuerte que me pegaba en la cara era como un puñal que me clavaban. 

Pero yo parecía ser la única que estaba pendiente del tema. Todos mis compañeros de viaje estaban tan entusiasmados con la aventura que lograron transmitirme parte de ese entusiasmo. Aunque mis miedos y dudas se negaban a abandonarme. 

Entonces llegó "ese" momento. Cerré los ojos, agaché la cabeza, me acomodé en uno de los tres asientos que quedaban libres para los acompañantes y me dejé llevar. El de piloto lo ocupaba Daniel Moreira, de Heliushuaia ( www.heliushuaia.com.ar ), la empresa que se encarga de hacer este tipo de excursiones desde hace años. 

Sentada, ya dentro del helicóptero, un Robinson 44 Raven, intenté encomendarme a alguien. No lo logré. Pero me tranquilizó recordar lo que leí sobre esta máquina. Es uno de los modelos más usados en turismo, no sólo porque tiene ventanas laterales que regalan vistas increíbles, sino porque son los más confiables del mundo, los que rompen récords de seguridad, según los expertos en estos temas. 

Como siempre que me encuentro en este tipo de situaciones, no es la fe, sino la razón, la que me rescata de mis temores más primitivos. Y la que me permite disfrutar de momentos únicos como éste, al que muy pocos acceden, ya que media hora de sobrevuelo con aterrizaje en la cima de la cordillera de los Andes tiene un valor de 1920 pesos por persona. Sí, casi como un pasaje de ida hasta el fin del mundo. Un lujo que vale la pena darse por lo menos una vez en la vida. 

Habíamos esperado hasta el último día para hacer el paseo por aire, aguardando mejores condiciones meteorológicas. Pero aquí, en pleno invierno, son pocas las ocasiones en que se dan. Esperar las condiciones óptimas puede llevar semanas. Y nosotros, como la mayoría de los turistas que llegan hasta aquí, no teníamos ese margen. 

Me puse el cinturón de seguridad y los auriculares que permiten la comunicación con el piloto. Despegamos casi sin mayores preámbulos porque el viento amenazaba con aumentar y abortar nuestra aventura aérea. De a poco, dejamos atrás el valle de Tierra Mayor, uno de los centros invernales fueguinos donde se practica esquí de fondo y se hacen paseos en trineos tirados con perros, que sirvió como pista de aterrizaje y despegue. 

Mientras nos elevábamos, sentí cómo se iba formando un nudo en el estómago. No fue una subida brusca; por el contrario, todo sucedió en cámara lenta. Imaginé que así sería la subida previa a la gran caída en una montaña rusa. Suave, casi como una caricia. La cachetada viene después. 

Por suerte acá no hubo cachetada, ni un quiebre, sino una agradable continuidad. Y la primera sensación es la de sentir que no se está avanzando, como si se estuviera suspendido en el aire. Porque por más que el helicóptero se moviera a 120 kilómetros por hora, por momentos parecía no avanzar, como si los vientos le tendieran una sutil pero efectiva trampa. Pero claro, todo era una ilusión porque no sólo nos movíamos hacia adelante, sino hacia arriba, hasta alcanzar los 1100 metros de altura. 

Tras unos breves minutos de sobrevuelo por la zona de los valles, Moreira divisó una pequeña planicie en medio de los picos de la cordillera. Ése sería nuestro lugar de aterrizaje. El que se convertiría en momento cumbre -valga la redundancia- de nuestro paseo aéreo por los picos más australes del planeta. 

Al bajar, ya sobre la planicie, me sorprendió la potente luz del sol que asomaba en el medio de unas cumbres nevadas. Digo que me sorprendió porque el sol nos había estado evitando en todos esos días. Y que apareciera precisamente en ese instante no sólo fue mágico, sino un mensaje directo al corazón de los escépticos que, como yo, sólo nos aferramos a la razón. A veces basta un pequeño guiño del destino para empezar a creer. 

Unos minutos después, volvimos a nuestro punto de partida. Mientras Moreira "muñequeaba" y se las ingeniaba para luchar contra el viento (aunque yo empezaba a sospechar que eran sólo molinos quijotescos), pude disfrutar del sublime paisaje por primera vez. 

Ya de vuelta en Buenos Aires, mientras mis ojos se clavaban en un helicóptero que surcaba los rascacielos, se me vino a la mente la frase de Leonardo Da Vinci citada en los folletos de Heliushuaia: "Una vez que hayas volado, caminarás por la tierra mirando el cielo, donde estuviste, donde deseas volver". Que así sea.


Nota completa haciendo Click Aquí. 


Volver a la portada de noticias